NO ES LO MISMO.
"Sé lo bastante
bueno en cualquier cosa y te crearás tus propios enemigos"
Charles Bukowski (Hank).
De su libro “La máquina de follar” (1974)
Es invierno
en Los Ángeles.
Tengo la
sensación de que a mis poemas les falta algo.
Vigor,
aliento, vitalidad.
No lo sé
exactamente,
pero carecen
de alma,
o esa es la
sensación que tengo.
Me aburren
hasta a mi mismo.
Las palabras
no fluyen como antes:
confiadas,
decididas, determinantes.
Parecen flaquear,
como si
estuviese acabado,
como si mis versos
sonasen a retirada,
o a estrofas
despilfarradas.
Tal vez la
edad me haga estar pendiente de otras cosas;
de otros asuntos
que prioricen por delante de escribir bien.
Y me jode.
Mucho.
Porque
algunos lo celebrarán como una victoria;
porque hasta
en esto, uno tiene enemigos.
Elimino del Word
el último borrador;
era un poema
vacío.
Apago el
ordenador.
Hecho una
meada
y enciendo
un pitillo.
Suena un
WhatsApp:
Tommy me invita
a beber algo en su casa.
Acepto.
Necesito un
trago.
Voy
caminando.
Tan solo nos
separan diez minutos a pie.
Los recorro sorteando
los charcos de la lluvia invernal de L.A.
Llego a su
vivienda.
Es realmente
un estudio,
ideal para
un excéntrico pintor,
pequeño, acogedor,
diáfano,
y parece
decorado por un demente.
Aquí es
donde Tommy vive, pinta, y se tira a sus ligues.
Me recibe
con unos pinceles en la mano,
con la ropa
y la cara salpicada de colorines;
sonriente,
como siempre;
estúpidamente
feliz, como siempre.
Ya sonreía
cuando la comadrona le azotó al nacer.
<< ¿Te
sucede algo?>> pregunta.
Supongo que
llevo el pesimismo reflejado en la cara.
<<Estoy
acabado. >> respondo escuetamente.
<<Pasa.
Sírvete algo mientras me doy una ducha. >>
Cojo una
cerveza.
La nevera
tiene forma de cabina telefónica inglesa.
Miro la pintura
sobre el caballete;
todavía está
fresca:
un ramo de mustias
flores
en la
ofrecida entrepierna de una joven,
rasurada
para apreciar bien cada pliegue de su vagina.
A su lado,
el lánguido ramillete de muestra.
La imagen de
la muerte del ecosistema.
Hubiese
preferido que estuviese la modelo.
Me siento en
el sofá.
Enfrente,
sobre una mesilla, unos libros.
Los cojo.
Los examino.
Uno de ellos
es de Bukowski.
El poemario
“Ruiseñor, deséame suerte.”
Este no lo
tengo.
Bukowski.
Sí.
Mi ídolo,
mi espejo
literario,
mi
paradigma.
Siempre he
querido compararme con él.
Siempre me
ha halagado
cuando me
han comparado con él;
aunque
siempre con el inconveniente
de no estar ni
remotamente a su altura,
de ser un
simple y mediocre imitador.
No acabo de entenderlo.
Ambos
odiamos casi todo;
ambos
bebemos;
ambos
respiramos el viciado aire de L.A;
ambos
practicamos en nuestras obras
el mismo estilo
de realismo sucio.
Leo la
introducción.
¡Ahí está la
respuesta!
Estallando como
un relámpago en mi cabeza.
Por fin comprendo
lo que pasa.
De niño, Bukowski fue maltratado por su padre;
vagabundeó
por todo el país;
malvivió a
base de empleos temporales;
vivió en
suburbios;
en pensiones
de mala muerte;
durmió en
fríos calabozos;
casi lo mata
una úlcera sangrante;
era un
perdedor reincidente.
Fue un
escritor maldito.
Esa es la
diferencia.
El concepto
estriba en quedarse en promesa
por llevar
una vida insulsa, anodina, inocua,
sin conocer
lo que es bailar con la muerte.
Tommy
reaparece duchado y mudado.
Bebemos y
charlamos de libros y de arte.
Me enseña su
último cuadro terminado;
el que
reposa sobre el caballete:
“Flor fresca
entre flores muertas.”
Así lo ha
titulado.
Siempre me
han irritado
los nombres
escogidos para los cuadros:
tan estúpidamente rebuscados.
Llega la
hora de volver a casa.
Le pido prestado
el libro
y que me
regale el ramo.
Ya no lo
necesitará si ha finalizado su lienzo.
Me lo da
extrañado,
sin hacer
preguntas,
ya conoce
mis rarezas.
De regreso
me acercaré hasta el cementerio de L.A.
Dejaré el
marchito ramo frente a la lápida de Hank,
un ramo de
perdedor,
como esos a
los que él daba voz en su obra,
y después me
sentaré junto a su tumba
a leer unos
poemas.
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