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EL MENSAJERO.
Se presentaba de repente,
ocasionalmente al principio,
a diario después,
desprovisto de presencia física,
como un ente incorpóreo.
No había manera de deshacerse de él.
Al principio le rechazaba,
desafiaba sus ataques,
sus ofensas,
sus crueles embestidas;
me hablaba como la voz de mi conciencia
y yo hacía oídos sordos.
Me preguntaba a qué estaba jugando a mi edad,
que qué diablos pretendía conseguir un tipo como yo
inventando un absurdo alter ego
cuando nunca había sabido encauzar
convenientemente mi propia vida,
que como osaba un ignorante sin formación
meterse en utópicas batallas intelectuales
con la derrota como indiscutible destino.
Podía aparecerse a cualquier hora del día,
incluso de la noche
entre cenagosos sueños
de conquistas frustradas.
Era un cabronazo,
pero como todos los cabronazos
hablaba claro.
Me decía que cada vez me quedaba menos tiempo
como para andar desperdiciándolo
en inútiles aventuras
que no conducían a nada.
Y poco a poco fue convenciéndome.
Comencé a escuchar sus palabras
que se transformaron
de alevosas intimidaciones
a sabios razonamientos
cargados de sólidos fundamentos.
Tuvimos largas conversaciones
tras las que recientemente
terminé dándole la razón,
cuando fui capaz
de entender toda la sensatez
de sus argumentos.
Podría decir incluso
que llegamos a ser amigos,
si es que se puede tener un amigo invisible
lejos de la niñez.
Pero la suya era una amistad perecedera.
Una vez acabado su trabajo conmigo
partió en busca de la conciencia
de otro pobre diablo
de otro pobre diablo
con inconsistentes pretensiones artísticas.
Hacerle caso ha sido la mejor manera
de que desapareciese de mi vida,
después de que consiguiese abrirme los ojos
y hacerme ver que las evidencias
demuestran la triste realidad
de mis infructuosos esfuerzos
en busca de progresar.
El olvido y el alejamiento
son la mejor respuesta
que se puede recibir
para poder tocar la realidad.
Vivir por un sueño está muy bien,
vivir en un sueño no es nada recomendable,
por lo que finalmente
debo darle la razón
al puto mensajero de mi conciencia,
al puto mensajero de mi conciencia,
digerir toda su sabiduría,
y después de tantos fracasos
de impetuoso pero desatinado bohemio
terminar convencido de una vez por todas
de que ha llegado mi fecha de caducidad,
de que lo más sensato es abandonar
y dejar esto en manos
de los verdaderamente profesionales.
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