Mi biografía es tan interesante como
una esquela. Debería haber asesinado a mi familia para poder escribir algo
llamativo sobre una tarjeta de visita.
Nací hace cuarenta y cinco años en un
humilde barrio donde crecí y me crie con las calles como universidad. Siendo
todavía un crío rebelde, ingobernable, y sin pelo en el pubis ya conseguí la
licenciatura: fumaba hierba, bebía y había cometido mis primeras fechorías.
Por algún motivo que desconozco y
para frustración propia, ya que no es mi tendencia, siempre he tenido éxito con
los gais. No entiendo la razón, ya que siempre he pensado que mi físico es en
realidad un boceto de Picasso. No sé, tal vez despierte en ellos la inclinación
artística que todos aseguran que los homosexuales poseen.
Mi infancia fue dura como un disco de
Metallica. Cuando mi padre bebía por las noches, por la mañana mi madre
estrenaba rostro. Cuando estaba en prisión, mi madre pasaba por su cama a tipos
violentos que a veces también le modificaban la fisonomía. De un matrimonio así
no podía nacer un encantador angelito. Dicen que cuando nací, el equipo médico,
capitaneado por la comadrona, salió cabreadísimo en dirección a la sala de
espera de los padres primerizos en busca del responsable de semejante maldición.
Afirman que hasta el cura que me bautizó sustituyó el agua bendita por lejía.
De adolescente tuve algo parecido a
una novia. Era una de esas bellezas sin errores aparentes. Nunca me atreví a
pedirle sexo. Lo más morboso que hice con ella fue compartir unas birras y unas
patatas onduladas. La pobre se aburrió tanto conmigo, que pensando que si todo
aquello era lo máximo que un representante del sexo opuesto podía ofrecerle, se
hizo monja. Al dejarme me dijo: “Me será fácil olvidarte. Tan solo se trata de
reconocer el error de haberte conocido.” Sé que años después entre rezos y
tortitas de Santa Clara encontró finalmente el amor en otra monja, y ambas
colgaron unos hábitos que parecían pesarles mucho.
Me convertí en un tipo tan solitario que
me sentía solo hasta en un campo de fútbol abarrotado de público. Nada en esta
vida me parecía interesante. Veía a miss Universo en televisión y perdía todo
su encanto cuando me la imaginaba sentada en el retrete luchando contra su
estreñimiento.
Pero aunque algunos seamos escoria,
todos poseemos alguna cualidad oculta que tarde o temprano acaba aflorando.
Primero lo intenté con la escritura. Por algún motivo desconocido, escribir me
servía para evadirme de la realidad sin necesidad de recurrir a las drogas. Una
asistenta social que aliviaba tanto mi desolada existencia como mi entrepierna,
se encargaba de enviar mis textos escritos a una sola cara a las editoriales.
Creo que solamente leían la cara en blanco ya que nunca tuve noticias de ellos.
Finalmente un buen día cayeron en mis manos unos botes de pintura en spray.
Comenzaron a detenerme por pintar grafitis hasta en los coches patrulla, aunque
algunos agentes los consideraban auténticas obras de arte.
Nunca he recibido clases de pintura,
ni de otra cosa, aunque estuve matriculado en una escuela pública como todos
los niños de mi barrio. Iba tan poco, que jamás fui capaz de aprenderme ni el
camino, ni el nombre del colegio.
Esa innata habilidad para la pintura
fue la que con los años, cuando ya me había convertido en un borracho que
estornudaba whisky, cambió radicalmente mi vida. Una vida que ahora mismo sigo
sin ser capaz de explicarme. Me he convertido en un artista cotizado en todo el
mundo, y cualquier escupitajo que lanzo sobre un lienzo que luego firmo es
vendido a millonarios imbéciles que se rodean de lujos, pero que por dentro
están tan vacíos como un agujero negro.
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