SI QUIERES PUEDES ESCUCHAR LA CANCIÓN MIENTRAS LEES
SIN ZAPATO DE CRISTAL.
En el trabajo deambulas cabizbaja empujando a lo largo de los pasillos del hospital el carro repleto de sábanas limpias procedentes de la lavandería.
En el comedor sonríes forzada, mientras tomas café con tus compañeras de bata azul que presumen de sus regalos de aniversario, o muestran en sus teléfonos divertidos selfies del extraordinario fin de semana de relax junto a sus adorables esposos, en un idílico hotel de montaña. El regreso a casa tras la jornada laboral es para ti un viaje a ninguna parte; el retorno a un lugar donde no encuentra regocijo el corazón.
Ya no te preguntas dónde encontrar respuestas. Ya no recuerdas siquiera cuando eras una encantadora joven sobrada de pretendientes que vestía ropa ajustada y disfrutaba de la vida, mientras esperabas el amor verdadero que creíste encontrar en aquel tipo que siempre supo engañarte, ocultando con astucia su versión más cruel. Su destreza en las artes del engaño le llevó a fortalecer su ego de vencedor, ante el que sucumbiste ingenuamente. Ahora se ha convertido en ese despreciable tipo al que tratas de evitar, ya que por experiencia sabes que es malo cruzarse en su camino, puesto que sin ningún motivo reacciona con violencia ante tu presencia, porque no es capaz de comprender que es lo que le corroe las entrañas. Ya no te queda nada noble por explorar, nada bello por descubrir en un hombre incapaz de amarte.
Hoy, años más tarde, aunque todavía joven, navegas a la deriva por la ciudad que sometías a tus encantos, con el cuerpo desdibujado por dos embarazos y por la desventura, maldiciéndote por no haber sabido tener más criterio, por no haber sabido ver más allá de aquella tramposa fachada. Hubo un tiempo en el que creías que el sol tan solo salía para ti, y ahora parece que nunca brille en tus grises y melancólicos días. Pero lo cierto es que el sol también luce para los engañados.
El caprichoso destino ha querido reunirnos años después, viviendo a tan solo dos manzanas de distancia. Te veo entrar en la iglesia del barrio como si fueses el barco fantasma del desamor, para arrodillarte frente al Cristo sobre el que derramas tus lágrimas de mujer que pretende ahogar su lamento refugiándote en las creencias del reino de los cielos. Rara vez se os ve juntos, y cuando sucede, se aprecia entre vosotros la distancia de la aversión. Alguna vez me he cruzado por la calle con ese mamarracho y he sentido deseos de matarle, de acabar con tu sufrimiento, de mandarle de cabeza al infierno que tanto ha recreado. Pero no puedo, ya no tiene ningún sentido; tengo mi propia vida, mi propia familia, y me limito a contener la rabia, apretando los puños a su paso.
Sabes que en nuestra juventud estuve loco por ti cuando te creías una princesa dominante que ejercías tu despótica sensualidad sobre una plebe de enamoradizos pretendientes; una cohorte de súbditos que sucumbíamos a tus embrujadoras curvas de las que aspirábamos a ser el candidato escogido. Pero la realidad es bien diferente para las pobres cenicientas de barrios en los que no existen príncipes, ni relojes a los que les importe señalar la medianoche, ni por cuyas calles circulan carrozas mágicas, ni existen zapatos de cristal en busca de un pie donde encajar.
Nuestras vidas pueden ser al igual que las ciudades, dinámicas y alegres, coloridas y palpitantes, vivas y atractivas, o mezquinas y putrefactas como sus sórdidas cloacas. La tuya se decantó por transitar por el laberíntico y hediondo subsuelo. El desamparo cabalga desafiante y confiado por todos los rincones de tu prisión llamada hogar, donde tus manos alimentan la misma boca que te martiriza con sus insultos.
Pasas horas sentada en tu cama sin amor, la misma donde dormís dándoos la espalda en un cuarto que necesita con urgencia una mano de pintura, llorando y preguntándote si tal vez naciste perteneciendo al censo de los condenados, mientras él estará por ahí, metiéndosela a rubias facilonas con el alma rendida al color de unos cuantos billetes ganados con tu trabajo.
Tu vida ha sucumbido ante los sinsabores de los deseos atropellados, sin proyectos a la vista, sin caricias, sin complicidades, pudiéndolo haber tenido todo. Te lo dije; te avisé de lo que era ese hombre y no me quisiste escuchar. Te dije que me buscases en cualquier parte, a la hora que fuese, que daba igual donde estuviese, que yo lo dejaría todo para acudir en tu reconquista. Y nunca lo hiciste, y ahora es otra mujer con quien comparto felicidad, selfies divertidos, una cama donde exhibimos nuestro amor.
Lo siento princesa sin trono, dulce cenicienta sin zapato de cristal. Ya es tarde para acudir en tu ayuda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario