SUEÑOS.
Vaya hombre.
Ya están ahí de nuevo.
Antes me aterraban,
pero con el tiempo me he acostumbrado a ellas.
Son voces que me llegan desde el pasado;
voces que se hicieron frecuentes a partir de los 40,
voces inexistentes en mi juventud,
tal vez porque no existía un pasado que forjase mi futuro.
Esa juventud en la que el espejo me devolvía positivismo,
solidez
y seguridad en mí mismo,
a pesar de haberlo dejado todo
por un trabajo indigno y precario.
Aun así,
sin saber cómo lo iba a hacer
estaba convencido
de que me convertiría
en uno de esos tipos
con coches de los de exhibir arrogancia,
de vestir ropa cara
y de vivir rodeado de lujo.
Era la época del materialismo,
del vigor adolescente
que junto a una mente aventurera
completaban el camino del éxito;
pero de un éxito
forjado sobre una base
de arenas movedizas.
Es obvio que algo falló.
Ahora que mis articulaciones se resienten
al levantarme del sillón
y no puedo leer sin mis gafas de presbicia pienso:
¿qué es lo que tengo?
Tengo más bien poco.
Me conformo con subir en mi bici
para ver un nuevo amanecer
sobre el perfil recortado de las montañas,
de seguir trabajando en un empleo indigno,
de recopilar trastos inútiles,
de no sentirme un objeto inservible.
Mientras tanto
mis voces del pasado
continúan con su cruzada,
pretendiendo hundirme en la miseria
de una vida ignorada,
utilizando para hacerme daño
el recuerdo de mis sueños incumplidos
el recuerdo de mi fracaso.
Pero no lo van a conseguir.
En otros tiempos tal vez lo lograsen,
pero ahora no.
Es una batalla que tienen perdida
desde que he encontrado
un arma para combatirlas;
una infalible arma
con la que cualquier sueño
puede hacerse realidad:
la escritura.
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