PUEDES ESCUCHAR LA CANCIÓN MIENTRAS LEES
Christmas.
Este año vengo solo. Por motivos
laborales no puede acompañarme mi mujer.
A pocos días de las vacaciones
navideñas, las escuelas organizan las típicas cantadas de villancicos: “los Christmas”.
Asisto al teatro de la escuela a ver el
festival que han estado preparando los chavales y chavalas del curso de mi
niña. Nunca he destacado por mi espíritu navideño. Estas fiestas acostumbran a
deprimirme, además de ser un enemigo acérrimo del frío. Si pudiese daría un
salto de veinte días en el calendario y pasaría directamente al día siete de
enero, una vez pasada toda la avalancha de ñoñería navideña.
Otro año más, los peques conseguirán
emocionarnos con su desparpajo sobre el escenario. Veremos como los profesores
han sido capaces de descubrir ese talento oculto en nuestros niños, y como han
sabido encontrar al San José, a la Virgen María y al niño Jesús adecuados,
quienes rodeados por el resto de la clase, reconvertidos en graciosos pastorcillos,
reyes de oriente, pajes, o el ángel anunciador, se nos mostrarán todos ellos encantadores
y salerosos entonando el tamborilero.
Como cada año, muchos padres alardearán
de las grandes cualidades interpretativas de sus retoños, vislumbrando en ellos
futuros cantantes de éxito o reconocidos actores. Los muy cretinos olvidan que
los niños crecen.
Salgo del metro y me dirijo hacia la
escuela. Todavía queda una hora para que comience la función. Me da tiempo de
tomar unas birras leyendo el periódico. No temo perder el asiento ya que están
numerados: fila 7, asiento 9.
Veo un grupo de ancianas. Reconozco a
las abuelas con las que coincido en la puerta de la escuela cada tarde cuando
acuden a recoger a sus nietos, compañeros de clase de mi niña. Modifico mi
rumbo alejándome de ellas. No quiero que me vean y me atrapen en su corrillo. En
todo este tiempo me he cansado de ellas. Las veo como fósiles que llevan
consigo la muerte a todas partes, pegada a ellas, como una constante en sus
conversaciones sobre hospitales, pastillas, quirófanos y dolencias varias.
Encuentro un bar vacío. Está
regentado por chinos. Pido una caña. <<¿Caña?>> Repite la menuda
chinita. <<Si>>, respondo. <<¿Cacahuetes?>>, pregunta.
<<Bueno, está bien>> contesto.
Empiezo a hojear La Vanguardia.
Siempre lo hago al revés, comenzando desde la última página. Doy un trago de
cerveza y como cacahuetes. Joder, están cojonudos así tostaditos soltando ese aceitillo,
que junto a la sal, pringan mis dedos. Cada tres o cuatro frutos comidos voy relamiéndome
las yemas. Pido una segunda cerveza. Esta vez no me ponen cacahuetes.
Voy mirando el reloj para calcular el
tiempo. No quiero hacer tarde, pero tampoco quiero llegar demasiado pronto. Con
la escolarización de mi hija debí iniciar un proceso de lo que yo llamo compromiso social escolar. Me guste o no
debo tratar con otros padres y madres. La gran mayoría no me gustan, ni yo a
ellos tampoco, por eso trato de esquivarles. No me incluyo en los grupos, ni me
implico en la organización de cenas o fines de semana en casas rurales. Si me
veo obligado a pasar por estos trances es por complacer a mi mujer y porque mi
niña no se quede aislada del grupo.
Pago a la sonriente china que me corresponde
con un <<glacias>> y
salgo en dirección a la escuela. Ya se dirige hacia allí una oleada de gente,
familiares de los críos, unos conocidos y otros no. Mamás perfumadas y
enjoyadas, subidas en tacones de vértigo y peripuestas con elegantes vestidos
escotados que disimulan con acierto sus michelines. Papás engominados vistiendo
impecables trajes, hablando excelencias de su Audi, del torneo pádel, y de sus
viajes de negocios. Todos llevan sus espectaculares cámaras de video y fotografía.
Yo, como siempre, olvidé la mía y me volverá a tocar hacer fotos usando el zoom
del teléfono.
<<Hola Al ¿cómo estás?>>
Mierda. Me cazó uno a traición por la espalda. No le vi venir. Y encima es el
plasta este.
<<Bien. Ya ves. A ver con que
nos sorprenden los chavales.>> respondo con desgana.
Su mujer mantiene la distancia
saludándome solo con una forzada sonrisa.
<<Bueno. Ya sabes que tengo
pendiente leer tu libro>>, me dice, tal y como hace siempre que me ve.
<<Para eso lo escribí.>>
respondo indiferente.
Su mujer está saludando a otra
elegante pareja y le reclama. Me pide disculpas y se marcha. Menos mal.
Unas cuantas familias compraron mi
libro por compromiso, pero no lo han leído ni lo harán nunca. Cuando alguna vez
ha salido en alguna conversación el tema de mi pasión por la escritura, he
advertido incluso demostraciones de envidia por parte de algunos. Como coño van
a leer algo escrito por mí; un tipo que guarda las distancias y al que mientras
en un acto de evidente hipocresía le están diciendo lo interesante que es
conocer a alguien que escribe novelas, están pensando que eres un capullo que
prefiere el aislamiento antes que compartir mesa con ellos tomando cortados
descafeinados y poleos menta, mientras se habla de adversidades varias y
tópicos sobre fútbol o política. Para aburrirme ya dispongo de otras opciones.
No me interesa en absoluto entrar en
estos círculos. Prefiero rodearme de gente que aporta algo positivo. De la
escuela conozco a dos o tres familias así, pero son inteligentes y tampoco se
relacionan con el resto.
Me camuflo como puedo en la cola de
acceso al teatro, intentando pasar inadvertido entre la multitud. Vislumbro
algunas conocidas miradas fugaces que se desvían al cruzarse con la mía.
Intentan evitarme y lo celebro.
Llega el momento de entrar y buscar
mi asiento. He tenido suerte. Mi niña va al curso “C” y me ha tocado sentarme
entre anónimas familias del A o el B, con los que tan solo me veo obligado a
intercambiar una simple sonrisa de complicidad, sin tener que entablar
conversación alguna mientras dura el proceso de ubicación de los asistentes.
Se apagan las luces y comienza la
actuación.
Como siempre, es enternecedor ver a
esos pigmeos capaces de protagonizar esas coreografías tan bien ensayadas y
llevadas a la práctica. Una hora y media deliciosa, de disfrute, de apasionados
aplausos tras cada villancico, camuflado en la oscuridad, de incógnito entre
personas desconocidas, disfrutando del espectáculo.
Termina la función y aprovecho para
escabullirme entre la marabunta de gente. Entre el desorden no me tropiezo con
nadie conocido. Queda una hora para recoger a mi niña del cole. Vuelvo al bar
de la chinita y pido una birra. Me la pone acompañada por un plato de
suculentos cacahuetes.
¡¡¡ FELIZ NAVIDAD !!!
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