EL PADRE.
Me da un vuelco el corazón cuando la
veo aparecer.
Está preciosa sobre el escenario. Es
el día del estreno, y mi adorable hija es la protagonista principal de un
importante musical.
Yo estoy sentado en platea, en una de
las primeras filas. Me he afeitado, puesto colonia y vestido lo más
decentemente que he podido. A pesar de ello, tengo la sensación de no haber
sido capaz de disimular mi aspecto de vagabundo, y trato de embutirme en la
butaca, pretendiendo pasar desapercibido.
Es un gran estreno. De esos que
llenan teatros, de esos a los que asisten influyentes empresarios del mundo de
la farándula, y de los que movilizan a numerosos medios informativos.
Un gran espectáculo con gente importante
entre el público… y yo: el fracasado, el pendenciero, el borracho, el que
sobrevive gracias a una pensión mínima concedida tras las secuelas de una nefasta
vida de perdición.
Mi hija comienza su actuación. Su
madre nos abandonó cuando todavía era una niña. Se largó con un tipo que la
encandiló con la promesa de una espléndida vida, y que acabó conduciéndola al
suicidio.
Y mi niña, mi preciosa niña, jamás me
recriminó mi actitud frente a la vida. De alguna manera debí demostrarle afecto
mientras la criaba; mientras le dedicaba mi tiempo de vago, de resacas, de
zanganeo.
Y hoy, sentado aquí, es cuando comprendo
que la amo, que es lo único que tengo, que ella es el único motivo que justifica
que quiera seguir respirando.
Suenan los primeros aplausos tras la
primera canción que interpreta con su voz de fantasía; la que le valió ser la
escogida para el papel. Además baila y actúa con delicada exquisitez.
Más actores sobre el escenario. La atronadora
música hipnotiza al entregado público. Y entre ellos un holgazán que casi no se
atreve ni a aplaudir, por culpa de una apática vida que parece considerar poco
más que un pecado demostrar sentimientos.
Continúa la función. Mi hija está
espectacular: inmaculada melena rubia, y maquillaje y vestuario que realzan su
belleza. Es una actuación sublime. Y comprimido en su butaca, un padre que ni
tan siquiera sabe con exactitud la edad de su hija, pero que se siente
orgulloso y satisfecho de ella.
Ni me importó cuando meses atrás
quiso independizarse. Solo supe demostrar indiferencia cuando me dijo que se iba
a vivir con su novio, también actor, y que creo que forma parte del reparto de
esta obra.
Lamento no haber sabido disfrutarla
más; no haber sabido ejercer de padre; no haber compartido sus ilusiones… haber
desaprovechado tantos años. Mientras yo me emborrachaba, ella construía su
vida, alejada de mi dañina influencia.
Podría haber sido uno de esos tipos a
los que un asesino en serie descuartiza y nunca se descubre su cadáver, ya que
nadie les echa en falta. Pero no. Por algún misterioso motivo, mi querida hija
no ha querido que fuese así. Por algún misterioso motivo, no se avergüenza de
mí.
Continúa la representación hasta que
llega el final. Más de dos horas y media, y se me ha hecho corto.
Aplausos, saludos, ovaciones, gente
en pie en todo el teatro. A mi lado, todos levantados aplaudiendo, excepto yo,
un gusano que enrosca en su butaca, empequeñecido, avergonzado por no sentirse
en nada partícipe del éxito de su hija, a la que agasajan lanzándole rosas
rojas sobre el escenario. Nunca he sido capaz de aconsejarla, de guiarla, de
alentarla para conseguir sus objetivos. No soy digno de su triunfo.
Ahora la veo ahí arriba, triunfal,
espléndida, radiante y lamento no haberle podido conceder una vida más ordenada,
de haberle podido dar aquello que otros padres daban a sus hijos, mejores juguetes,
ropa más decente…amor. No me debe nada. Todo lo que ha logrado lo ha conseguido
ella a base de esfuerzo y tenacidad.
De niña ya cantaba, bailaba y actuaba
frente a un espejo que un día rompí, harto de pensar que todo aquello no era
más que las tonterías de una cría. Prefería tenerla lavando mis sucios
calzoncillos o recogiendo los vómitos de mis borracheras.
Años más tarde, no me guarda el más
mínimo rencor. Es una bellísima persona. Jamás he hecho nada por ella, y no
solo no me aborrece, sino que incluso me mira con ternura. Debe ser porque
aunque no sea gran cosa, es lo único que tiene parecido a un padre.
Lloro.
Estoy emocionado. Las ovaciones
persisten como un sordo eco a mi alrededor.
Las lágrimas se escurren por mis
mejillas. Había olvidado esa sensación. Los perdedores endurecidos por la
frustración, aprendemos a no llorar nuestro infortunio. Mi hija me mira desde
el escenario y casi no puedo soportar su mirada. Mañana su fotografía saldrá en
toda la prensa, y yo el máximo premio que he conseguido en la vida, es el
primer cajón del podio de los fracasados.
Baja del escenario rumbo hacia mi
butaca. Se me encoge el corazón. Saldría corriendo. Huiría intuyendo lo que
quiere hacer. Llega hasta mí. Los tipos gordos y trajeados que me rodean le
aplauden entusiasmados. Intenta que me levante, llevarme al escenario. Tira de
mí. Me resisto. Lloro todavía más, encogido en mi asiento. Al final desiste. Se
sienta en mi regazo. Alguien dirige un potente foco hacia nosotros que nos
circunda de una intensa luz blanca.
<< ¡Es mi padre! >> Grita.
Y me besa, me besa, me besa.
Y aplauden, aplauden, aplauden.
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