DENUNCIA SOCIAL.
Siéntanse aludidos todos aquellos
asesinos del futuro; esa plaga de insaciables depredadores cuya máxima
inquietud ha consistido en administrar su codicia. Una codicia de apellido
corrupción.
Hipócritas gestores que han
desvalijado un país bajo el amparo de dos ciudades autónomas, diecisiete
gobiernos regionales y uno central. La bandera patria ya no es símbolo, y
nuestra rebeldía contra los perversos administradores se asfixia junto a nuestras
libertades.
No ha servido de mucho fragmentar el
país repartiéndolo entre tantos gobernantes. Cuando las cosas se han puesto
feas, han obligado al pueblo a negociar directamente con la vida su propia
supervivencia, ya que ellos, los que deberían ser nuestros intermediarios del
bienestar, se han desenmascarado como rapiñas sin honestidad ni escrúpulos,
desentendidos de cualquier responsabilidad. Asesinos sociales disfrazados con
trajes de hombres respetables, que nos han propinado una buena patada en el
trasero, tras apropiarse del botín. Da igual el bando en el que militen,
siempre acaban convirtiéndose en esbirros del capital.
Cuando todo parecía funcionar como
siempre, decidieron cambiar las reglas del juego convirtiendo el país en su
propio circo, limitándonos el acceso al paraíso capitalista del que antes nos
dejaban disfrutar, ajenos a la futura emboscada que nos iban a tender. Un
paraíso del que fuimos expulsados hacia ese abismo que apodaron crisis. Un
purgatorio en el que los que quedan atrapados se sienten como desconocidos en
su propia vida, obligados a emprender una nueva existencia destinada a volverse
a encontrar; una labor para la que nadie nos ha aleccionado, porque no se enseña
en las aulas la asignatura de la vida, circunstancia que da como resultado una
sociedad de ciudadanos cobardes y fácilmente manejables, condicionados a contentarse
con revolcarse en la inmunda charca del inútil lamento. Una vez puestos sobre
ella, muchos no estamos capacitados para abandonar la senda que conduce al
campo de concentración de la crisis. Primero nos hicieron sentir como dioses
para luego enviarnos de cabeza a los infiernos. Supieron crear un espejismo en el
que todo parecía al alcance de nuestros bolsillos de sumisos vasallos.
Inventaron un país cuya patente hoy en día no vale un céntimo. ¿Esta es su gran
obra maestra? ¿Su ideal de país moderno y cosmopolita? ¿Un país en donde el
empleo se ha convertido en un ángel negro con quien negociar la venta de
nuestras almas?
Se acabó la fiesta y ahora toca
pagarla. Nuestro bienestar ha alcanzado su fecha de caducidad y cuesta mucho
que nuestros desconchados cerebros lo asimilen.
No te ofrecen nada y aspiras a poco.
Como mucho un televisor de más pulgadas, un buen móvil, un portátil, una tablet,
un acceso barato a internet y tal vez, un coche nuevo. Accesorios
indispensables para agilipollarnos todavía más, concedidos para satisfacer
nuestros plebeyos objetivos básicos.
Nuestros grandes anhelos mermando en
resumidas realidades, una vez nos han dado el empujón que nos ha apeado en plena
marcha del tren del capitalismo, estrellándose nuestros huesos contra el duro
suelo. Nuestro ilusionante sueño evaporándose como la niebla. Despertar del
letargo sin estar preparados para la nueva realidad de tener que volver a
aprender a caminar de nuevo sobre terreno hostil.
Todo el pasado de hipotecas que
concedían el ladrillo fácil, todo ese festín de bienestar, no era más que un espectáculo
donde la diversión constante no permitía el llanto. Nos dejaron vivir bien
mientras ellos se llenaban los bolsillos, mientras llevaban a cabo su bien
planificado saqueo, que ahora el pueblo debe pagar padeciendo injustos crímenes
sociales. El paso del tiempo ha convertido las manos que escribieron la
historia luchando por nuestras libertades en la España en blanco y negro, en retorcidos
dedos que deben acudir al rescate de muchas familias al borde del abismo, y de
cuyas pensiones depende el plato caliente que comen.
¿Para qué han servido tantos
gobiernos en este fraccionado país?
Mi respuesta es: fracaso.
No queda dinero para atender
necesidades sociales, pero sí para mantener incompetentes autonomías.
Hay quien se pregunta cuándo volverán
los buenos tiempos. Quien puede saberlo. Solo es cierto que volverán un nuevo
anochecer y un nuevo amanecer; el resto depende de los que gracias al dinero derrochado
y expoliado se han instalado por encima de los dioses; esos que mandan pero no
gobiernan, mientras destruyen la sociedad consumista que ellos mismos crearon; esos
que exhiben en público una sonrisa tan falsa como la del ejecutivo que pretende
convencer al inversor de abultada cartera de las excelencias del fabuloso
negocio que le va a proponer.
No afectan sus decisiones a los que
compran mansiones y sus fortunas les permiten estar por encima de cualquier
política, ni a los que viven en chabolas, que hace tiempo que saben que recoger
chatarra es más provechoso que la autocompasión. Sus decisiones afectan a los
habitantes del mundo intermedio. Se han cebado con los que pagan hipotecas y
van en metro a un trabajo que todavía conservan, con los que buscan el mejor
operador telefónico, o se informan en concesionarios de los precios de los
coches, con los que deben comprar los libros de texto de sus hijos, con los que
pagan sus impuestos, o con los que vilmente han despojado de las ayudas por
dependencia.
El miedo de los pertenecientes a la
clase media a perder nuestro presunto status social ha creado vanidosos de
nuestra propia insensatez. Han convertido a parte de la población en unos egoístas
que vemos la pobreza como un cáncer que afecta a otros y del que nuestro
supuesto blindaje nos hace inmunes. Retiramos la mirada de la sucia mano que
nos pide una moneda en los pasillos del metro, mientras dirigimos nuestros
pasos en dirección al centro comercial donde nos espera una superflua camisa nueva
que acabará en nuestro saturado ropero. El apego al consumismo ha borrado
palabras como solidaridad de muchos de los corazones de los que esquivan como
pueden caer en las redes de la crisis.
Nuestros “sabios” también han ideado un sistema educativo que fabrica
idiotas. No interesa que el pueblo aprenda a ver más allá de los utópicos
mundos de la televisión y la publicidad, que no sepamos como alzarnos contra
los expoliadores que manejan los hilos de este teatro de títeres;
prestidigitadores de la palabra y las buenas formas, pero en definitiva,
corruptos implicados en turbias tramas inmobiliarias y sobres rellenos de
dinero negro. Pretenden imponernos una amnesia social que nos haga olvidar los
mejores tiempos pasados en que vivíamos entre los algodones de la ignorancia.
Pocos parecen salvarse: alcaldes,
presidentes, ex presidentes, futuribles presidentes, honorables que no lo eran
tanto, y hasta miembros de la realeza con ansias de avaricia. Muchos son ya los
que hemos visto rebasar la línea divisoria de la honradez y la dignidad con la de
la inmoralidad, escurriendo el peso de la justicia con argucias jurídicas que
no están al alcance de los pobres diablos que colgamos “selfies” en nuestros muros.
Mientras unos esperan un milagro a
esta crisis manipulada y otros el regreso del mesías, en los abandonados
locales se pudren los letreros que los ofertan en alquiler y en las oficinas de
empleo se forman colas de personas que quieren existir, pero que parecen
sobrar.
Tiempos de replanteadas aspiraciones
en donde unos tienen menos, otros casi no tienen nada y otros tienen miedo a
perder lo que todavía conservan, temiendo que ese tren del capitalismo al que
nos dejaron subir como pasajeros de tercera no sea más que un recuerdo; las
cenizas de un pasado que dé paso a un futuro en que tan solo exista el paraíso
o la perdición. Un paraíso exclusivo para los pasajeros del tren con tan solo compartimentos
de primera clase, y la perdición, donde se revolcarán hasta sucumbir quienes no
sepan alcanzar la gloria capitalista. Algunos que antes pisaban con paso firme
ahora visten ropas que han vestido otros y suplican arrodillados el pan de sus
hijos. Se huele la pobreza por las esquinas de las ciudades.
Nos hemos comido el opulento menú
servido durante años de ficticia bonanza, y ahora nos lamentamos de que a
nuestros hijos les dejan sin postre esos bandidos desprovistos de armas de
fuego, pero mucho más peligrosos con sus invisibles armas de poder, ya que sus
delitos perjudican gravemente a mucha más gente.
Digamos adiós a los manjares. Demos
la bienvenida al puchero del que todos comen.
Al Segar.
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