Si quieres puedes escuchar la canción mientras lees el relato.
EL AULLIDO DE GINSBERG.
Ella y yo solíamos pasar las tardes
de domingo bebiendo birras, fumando hierba, leyendo a nuestros autores
favoritos y escuchando a Queen, la Credence, los Stones, Dylan...
Leíamos a Ginsberg, a Céline, a
Cortázar y a Bukowski en especial.
Leíamos a Kerouac, a Borges, a
Burroughs y a Bolaño sobre todo, y a veces sonaba el teléfono y nos llegaban
noticias de que algún amigo que también los leía había muerto joven montado a
lomos del desbocado caballo blanco. Entonces tocaba ceremonial de cementerio,
unas flores, unas sinceras lágrimas y una borrachera en la bodega del Isidro
como ofrenda a su memoria.
Vivíamos en un minúsculo pisito
centenario comprimido en una estrecha calle del casco antiguo, sin vistas a
nada, con enormes humedades y una portería que olía a cloaca, amueblado con antiguallas
de segunda mano o reclutados de los que la gente abandonaba en la calle;
despojos que yo restauraba y ella pintaba de colores chillones. Sobrevivíamos a
base de empleos indignos y trapicheos varios; ella además confeccionaba
bisutería y yo pintaba dibujos al carbón que un amigo nos vendía en ferias y
mercadillos a cambio de un pequeño porcentaje. A nuestra manera éramos felices
porque nos sentíamos libres.
Recuerdo que a veces los de Jehová llamaban
a nuestro timbre queriéndonos convencer de que debíamos enderezar nuestro
camino de perdición. Me pregunto cómo egipcios, griegos o romanos eran capaces
de creer en tantos dioses, cuando yo ni tan siquiera creo en un Padre
Todopoderoso. Creo en el padre Bukowski, en el padre Ginsberg, en el padre
Fante, en el padre Kerouac, y en muchos otros padres luchando contra lo
establecido empleando solo sus palabras escritas, y cuyas obras componían y
componen mi particular repertorio de textos sagrados. Mi conciencia es la
conciencia de la calle, de la gente, del mundo, no la impuesta por los que lo
dirigen y lo destruyen.
Era aquella una España en transformación,
un país renaciendo con nuevas expectativas y anhelos en el horizonte. La
televisión pública (no había otra), nos ofrecía candorosos programas para no
pensar, y nos mostraba a una familia real como un simpático adorno patrio que con
la instauración de la monarquía permitiría la diversidad identitaria de cada
comunidad, hasta ese momento silenciada y arrinconada bajo el yugo del dictador
muerto que defendía con inclemencia el lema de que la patria era una, grande y
libre.
Era la de mi juventud una ciudad de
yonquis, quinquis, descampados, fábricas abandonadas, progres, familias
obreras, y gente intentando cambiar las cosas tras la muerte del tío Paco, en
eso que llamaron y siguen llamando “la transición”. Yo era un buen estudiante
hasta que debió sucederme algo que jamás he podido identificar y que hizo que
todo cambiase. Entonces comencé a trabajar, antes incluso de mi primer afeitado,
y eché mi primer polvo antes de cobrar mi primer sueldo.
Aquellos eran tiempos convulsos en
los que unos parecían tener prisa por olvidar el pasado y otros se aferraban a
él con verdadera pasión y ardor patrio. Una época histórica de movimientos
obreros y movilizaciones estudiantiles en los que me vi pinchando las ruedas de
los autobuses que años más tarde pasé a conducir, cuando la vida me convirtió
en un honrado puntal más del armazón del sistema, pagando mis impuestos y sosteniendo
involuntariamente a una legión de corruptos.
La vida era acelerada y nosotros la
vivíamos deprisa. Sobrevivíamos con lo justo y nos conformábamos con terminar
el día fumando hierba en la cama, y practicando ese sexo que todavía era
considerado lujuria, experimentando nuevas opciones de placer, lamiendo cada
centímetro de nuestros cuerpos en prolongadas sesiones libidinosas. Saliva,
sudor, miel, semen, flujos, lubricantes inventados, hasta caer agotados,
derrotados por nuestros impúdicos juegos eróticos sobre las enredadas sábanas, diluidos
entre nuestros fluidos en los que consideraba que eran los mejores orgasmos que
podía tener, y que el tiempo ha confirmado que efectivamente lo eran. Y tras el
sexo un cigarrillo y nuestra mente viajando relajadamente a través de las
descarnadas páginas llenas de ironía y crudeza contra la sociedad americana de
Bukowski, o del estilo transgresor y libertario del marica, budista y antisistema
de Ginsberg, el aullador. Quise ser fiel a las palabras de Dylan quien dijo que
un hombre conoce el éxito si en el tiempo que transcurre desde que se levanta
por la mañana hasta que se acuesta por la noche ha hecho aquello que le gusta
hacer. Pero eso parece tan solo reservado a un puñado de privilegiados como el
propio Dylan, a quien Ginsberg describió diciendo que al escucharle cantar le
parecía como si un alma hubiese cogido la antorcha de América. Quise ser
trovador y juglar. Quise ser pintor y dibujante, y finalmente fui lo que yo
mismo construí.
Ella y yo nos sentíamos bien juntos. Aún
recuerdo su áspera belleza descuidada y sin artificios y las rudas palabras con
las que me mostraba un cariño que nunca llegó a convertirse en amor. Manteníamos
vínculos coincidentes. Nuestras familias fueros ciegas y sordas a nuestros
anhelos de juventud y no supieron nunca aceptar la natural mudanza que deja
atrás la infancia de los hijos y da paso a nuevos horizontes y perspectivas.
Perder el control sobre nuestras decisiones fue insoportable para sus
frustradas ambiciones y ambos nos vimos obligados a volar del nido antes de que
el raciocinio madurase y tutelase correctamente nuestras decisiones. Los
cambios fueron bruscos. De la noche a la mañana reemplazamos a Walt Disney por
Sam Peckinpah, el Cola Cao por gin tonics y nos tuvimos que buscar la vida con
nuestras propias habilidades.
Todavía recuerdo aquellos domingos
despertando a mediodía, aturdidos por los excesos de la noche anterior,
resacosos, espesos, silenciosos, casi espectrales, viviendo en nuestro pequeño
universo inventado en el que no existían ni ángeles ni demonios y en el que no
tenía cabida una sociedad estudiadamente correcta que para nosotros era tan
solo un lejano eco de algo que sabíamos que existía, pero que en absoluto nos
seducía. Barcelona bullía con nuevas propuestas culturales hasta ese momento
silenciadas por el puritanismo del dictador enterrado, el cine se destapaba, se hablaba de sexo sin disimulos, las mujeres emprendían por fin el largo camino
hacia la liberalización social que hasta entonces les permitía poco más que
convertirse en solícitas amas de casa sometidas a un esposo sustentador, y
nuestros amigos gais podían comenzar a mostrarse con libertad, liberándose de
la ofensiva definición de maricones.
Muchos no habíamos hablado de sexo
con nuestros padres, un tema tabú del que ellos tampoco manejaban demasiada
información, y aquella de la que disponían era blanda, escasamente educativa y carente
de detalles ilustrativos, debido a la falta de práctica y al desconocimiento
derivado de una educación franquista que tan solo les autorizaba a fornicar en
una postura, con el único objetivo para el que estaba permitido el sexo y que
no era otro más que el de procrear. Nuestra generación afortunadamente amplió miras
más allá del misionero. Recuerdo mi primera mamada, mi primer 69, mi primer
trío. Vivíamos sin previsiones, sin meditar decisiones, sin paracaídas, sin
futuro, sin… Me conformaba con el aullido de Ginsberg denunciando a las fuerzas
destructivas del capitalismo como filosofía de vida presidiendo mi particular
biblioteca de títulos, capitaneada por la generación beat, autores que devoraba
hinchando de inconformismo juvenil mi cerebro narcotizado de sustancias que se
resistía ferozmente a sucumbir ante el
endeble y dubitativo sistema en proceso de construcción. Mi rebeldía a veces me
llevaba incluso a rugir y aullar, y ahora no me atrevo ni tan siquiera a
maullar. Han pasado cuarenta años de aquella transición y aunque no lo parezca,
gracias al camuflaje que ofrece ese ingenioso fraude llamado democracia,
continúan mandando los de siempre, respaldados por los mismos aliados de
siempre.
Ella murió. La hierba ya no era
suficiente para hacerle soportar su mundo y dio el fatídico salto. Era obvio
que uno de los dos debía palmar para que el otro tomase conciencia del error de
una vida sin límites. Hace ya mucho tiempo que sucedió, pero siempre hay quien
deja un hueco en el corazón que nunca vuelve a llenarse; un hueco en el que se
instalan la añoranza y la nostalgia; el óxido de reminiscencias de un pasado
desinhibido, de cuerpos jóvenes que todo lo resisten, de cerebros inmaduros que
se comen el mundo con sus ideas transgresoras hasta que el mundo se los come a
ellos. No quiso escuchar mis peticiones primero y mis súplicas después para que
abandonase su infausto camino sin retorno, pero siempre fue fiel a sus
principios y nunca dejó que nadie interviniese en sus decisiones; fuesen las
que fuesen, jamás cedió a nadie el control del más mínimo fragmento de su vida.
Por lo único que luchó fue para lograr convencerme de que yo no me sintiese
culpable de su trágico final.
Al salir del funeral me sentí solo y
vacío. Vagué cabizbajo ajeno al mundo que me rodeaba. Caminé hasta la
madrugada, recorriendo taciturno las mismas calles sucias que frecuentábamos en
busca de diversión, mientras la policía olfateaba entre la chusma desde sus
coches patrulla. Mi mente hervía llena de imágenes desordenadas y recuerdos mal
hilvanados; fotogramas de familiares, amigos, sus risas, las mías, sus
orgasmos, los míos, cuando me pedía opinión sobre su bisutería, cuando me la
daba sobre mis dibujos, los libros que leíamos y nuestras opiniones sobre ellos,
Bukowski, Ginsberg, Burroughs…, los discos de Dylan, The Doors, Queen, los
Stones…, aquellas posturas imposibles en la cama, en el sofá, en…, su
decadencia, sus últimos días, el momento en el que con todos aquellos tubos
adheridos con esparadrapo a su cuerpo me hizo jurar que no avisaría de su
muerte a su familia.
Cuando me harté de peregrinar a
ninguna parte regresé a casa. Con lágrimas en los ojos dudé durante unos
interminables minutos antes de reunir el valor suficiente para encajar la llave
en la cerradura. Al abrir la puerta sentí el frío bofetón del vacío total. Nada
me apetecía. Aquellos adorados libros y venerados discos parecían querer
alejarse de mí. Finalmente fui capaz de coger un libro y comenzar a leerlo de
nuevo. Era el Aullido de Ginsberg, su obra favorita. Estuve una semana entera encerrado
en casa, casi sin comer ni dormir, sin atender llamadas, con la única compañía
de su recuerdo y la de nuestros libros favoritos, releyéndolos una y otra vez,
intentando encontrar respuestas en ellos, escuchando una y otra vez el disco
Blonde on Blonde de Dylan que ella me había regalado la última Navidad, hasta
que me di cuenta de lo absurdo que era dejarse llevar por semejante locura,
momento que coincidió cuando la nevera se vació del todo y se terminaron las
cervezas. Me abandoné en los brazos del curador paso del tiempo hasta que este me
ofreció la oportunidad de comenzar una nueva vida junto a una maravillosa mujer
que todavía hoy, 30 años después, por alguno de esos extraños e inexplicables fenómenos
de la naturaleza continúa soportándome.
A veces en mis sueños todavía me
despojo de la coraza de modélico padre de familia y regreso de vuelta al mundo
canalla del que tanto disfrutaba, vuelvo a la hiperactividad de esa juventud de
sueños extravagantes y alocados de un joven sin estudios, sueños imposibles
para ser llevados a cabo por alguien sin recursos ni habilidades, pero que con
el ímpetu propio de la edad me veía en condiciones de intentarlo, por si de
alguna manera se producía el milagro. En esa recreación ilusoria ella continúa
mostrándose tan real como 35 años atrás, pero en absoluto accesible. A pesar de
tratarse de un sueño yo me veo como en la actualidad, y ella me ve a mi más
como a un padre que como al amante que fui. El subconsciente a veces juega estas
malas pasadas. En la actualidad todavía me pregunto qué habría sido de nosotros
de no haber fallecido, si seguiríamos juntos, a que nos dedicaríamos, cómo
habría sido nuestro hijo, ya que las analíticas que le hicieron al ingresar en
el hospital revelaron que estaba embarazada.
Esto lo estoy escribiendo porque ella
no está pero sigue viva en mi recuerdo, muchos años después, cuando mi
narcótico es Internet, las noches son para dormir, solo soy un fumador pasivo y
el alcohol queda reservado para las fiestas familiares. Me he convertido ya en
un hombre maduro que escribe camuflado bajo un ridículo pseudónimo, tal vez
porque pretenda escapar de un verdadero yo que no me gusta, del acontecer vital
de un tipo insatisfecho con lo hecho durante su vida y con lo que sigue
haciendo, pero feliz por tener una familia construida a base de amor, único
aliciente para continuar intentándolo, para seguir adelante, para dejar atrás ese
pasado del que solo quedan recuerdos y viejos libros palideciendo en los
estantes, aunque siempre con la sensación de no haber sido capaz de pasar
página definitivamente. En ocasiones creo que solo por mi mujer y mi hija
mantengo todavía la cordura. De vez en cuando me gusta escribir sobre mí mismo,
porque tal y como dijo Gingsberg: “Es cierto que escribo sobre mí mismo pero ¿A
qué otro conozco mejor?”
Es ahora cuando me doy cuenta de que
a lo largo de mi vida la suerte me ha sonreído más de lo que yo pensaba. No me
importa cumplir años. No estamos aquí para ser eternos. La edad tan solo es
para mí un concepto que conforme avanza va acortando mi vida, conduciéndome irremediablemente
hacia el fin del cuerpo físico. Tal vez por eso escribo, para dejar algo mío
cuando llegue el momento de dar el paso. De momento sigo adelante, más
arrugado, menos ágil, más cegato, menos fuerte, viendo solo cenizas en lo que
antaño parecía arder, sosteniendo entre mis manos, sobre las que ya comienzan a
aflorar esas feas manchas parduzcas, las páginas amarillentas del poemario
“Aullido y otros poemas” que me acompaña desde hace más de tres décadas, una
obra de arte que reflejó la realidad de muchos estadounidenses, habitantes de
un país que se recuperaba de las guerras, hábilmente escrito por Allen Ginsberg
y que el súbito recuerdo de ella, de su ímpetu, de su fresca juventud, me ha
hecho volver a releer por enésima vez. En cada nueva relectura me veo más
viejo, gordo y feo y con más graduación en mis gafas de lectura, pero sus
páginas siempre consiguen resucitar mi espíritu más rebelde, trasladándome en
cada estrofa hasta mi cada vez más lejana juventud envuelto en versos poderosos,
necesarios para ahogar en los recuerdos mi propio aullido.
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