EL POR QUÉ DE EL BLOGÍGRAFO



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lunes, 23 de marzo de 2015

LA PELIRROJA





PUEDES ESCUCHAR LA CANCIÓN MIENTRAS LEES ESTE RELATO.



La pelirroja es uno de los relatos que no llegaron a tiempo para formar parte de la antología que pronto verá la luz. Es una lástima ya que me gustaría haber publicado alguno más en tono cómico como este. Pero el tiempo avanza y los plazos se acortan. Pero bueno, no pasa nada, lo cuelgo aquí para que podáis leerlo y disfrutarlo junto a una buena canción.
 

LA PELIRROJA.

 

La joven pelirroja del ático pinta extraños cuadros y moldea pequeñas esculturas todavía más raras.

No es este un barrio para el arte.

Un día le ayudé a subir unos enormes lienzos que arrastraba con dificultad por la escalera, ya que no cabían en el ascensor.

Nunca había estado en el ático.

Tras el susto inicial que al entrar en la vivienda me llevé por culpa de la enorme máscara africana de madera negra que me miraba con sus espantosas cuencas vacías y su boca amenazantemente abierta, pude ver que se trataba de una vivienda diáfana con el techo acristalado, inclinado, y con mucha luz natural.

La chica siempre viste ropa ancha, petos tejanos, blusas vintage y enormes pantalones con los bajos pisoteados. Todo parece venirle dos tallas más grande.

Es de esas mujeres vivarachas; atractiva aunque no guapa. Es campechana. Siempre sonríe. Tiene una cara agradablemente simpática con todas esas pecas. Además es pelirroja.

Me invitó a pasar a tomar algo. Varios cuadros reposaban alrededor de la vivienda apoyados en las paredes. Extrañas figuras se amontonaban sobre una gran mesa como intérpretes de una escalofriante danza. Sobre otra mesa, junto a un tarro con pinceles, tubos de pintura y una lamparilla, reposaban pendientes de madera con espirales, rombos y otras figuras geométricas pintadas, collares, pulseras de hueso…todo ello con una inconfundible apariencia étnica.  

Me dijo que tan solo tenía limonada casera y agua mineral. Mientras me servía una limonada, examiné uno de los cuadros apoyados en la pared.

-¿Qué te parece? –me preguntó.

-No soy muy bueno para esto del arte. -respondí sintiéndome ridículo.

-Tal vez si lo miras del derecho. –me dijo.

Lo giré absurdamente, mientras ella echaba unos cacahuetes en un cuenco. Todavía peor. Incapaz de ver nada con claridad, lo dejé donde estaba.

Me invitó a sentarme en un extraño sillón amorfo de color rojo. Casi toco con el culo al suelo. Las rodillas me quedaban a la altura de la nariz. Sabía que con mi escasa agilidad lo difícil sería levantarme de aquel hoyo de polipiel que parecía querer succionarme.

Charlamos distendidamente. Me dijo que se llamaba Laura. Es de esas personas que parecen vivir perpetuamente en una realidad paralela. Eternamente felices y despreocupadas. Optimista empedernida. Sonrientes hasta la saciedad y con la impresión de necesitar bien poco para conseguir tanta felicidad. Se podía comprobar mirando alrededor. Escasas pertenencias. Amarillentos libros de segunda mano, muebles que parecían rescatados del vertedero, desnudas bombillas por lámparas, una bicicleta a la que el óxido del cuadro no le dejaba adivinar su color original. En definitiva: escasez total de cualquier vestigio de la más mínima ostentación.

Me explicó que un marchante de poca monta le compraba los cuadros y las indefinibles esculturas. Los pendientes y demás abalorios, se encarga de vendérselos en los mercadillos un hippie amigo suyo.

Siempre he admirado a este tipo de personas; tan independientes como seguras de sí mismas. Satisfechas con el trabajo que hacen. Tan a gusto consigo mismo que les hace ser sinceras y emocionalmente bellas.

Charlamos de Hemingway y de Bukowski; de Verdi y de Chopin; de Picasso y de Matisse. Lejos de su aspecto indiferente, se mostró muy culta, con una conversación fluida y versada en diferentes disciplinas culturales.

Nos reímos mucho y bebimos mucha limonada. Nada más. Tal vez en otras circunstancias, sin mi vida diseñada como la de un ejemplar padre de familia podría haber intentado algo más, podría incluso haberme enamorado de ella, aunque por la diferencia de edad bien podría ser su padre.

Miré el reloj. Le dije que debía marcharme.

Aproveché el momento en que recogió los vasos y el cuenco de los cacahuetes y los llevó al fregadero, para llevar a cabo la complicada maniobra de incorporarme de aquel socavón en el que estaba soterrado. No quería que me viese en una situación tan patética como grotescamente cómica. Sentiría mucha vergüenza. Seguramente debí parecer un escarabajo panza arriba luchando por girarme, hasta que conseguí rodar y ponerme a cuatro patas.

-¿Buscas algo? –me preguntó al verme.

-Creo que se me han caído las llaves de casa. –disimulé-. Mira aquí están –mentí, simulando encontrarlas.

Me despidió sonriente, diciéndome adiós con la mano y agradeciéndome la ayuda con los lienzos.

Regresé a casa con buenas vibraciones. Como reconfortado por el placentero momento vivido y con la idea de que personas como Laura, todavía son de las que consiguen que conservemos cierta esperanza en la raza humana.

 

 

  

 

 

 

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