EL POR QUÉ DE EL BLOGÍGRAFO



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viernes, 19 de septiembre de 2014

EL TÚNEL




EL TÚNEL.
            Hasta mi memoria discrepa consigo misma sobre cómo sucedieron ciertos hechos de mi juventud. El paso del tiempo difumina los recuerdos y distorsiona las realidades vividas.
Los años que han pasado desde entonces ya se cuentan por décadas. He olvidado los excesos y he sentado cabeza como modélico padre de familia que soy. He cambiado las borracheras por partidos de paddel, y los colocones por clases de guitarra. Hasta me han operado de algunas menudencias relacionadas con la edad: menisco, varices, vasectomía…
Me he convertido en un tipo vulgar.
Disfruto de uno de esos matrimonios que la reiteración hace funcionar; de esos en los que las conversaciones más interesantes giran en torno al tiempo que hace, o si las lechugas están más baratas en el Condis que en el Caprabo.
Ahora tengo una edad en que en lugar de mi cuerpo, lo único que las mujeres admiran en mí, es mi forma de vestir… y no visto demasiado bien. Eran los de mi juventud, años en los que el Paralelo era teatro, y Serrat hacía veinte años que tenía veinte años. Tiempos de rebeldes y comemundos; de perdonavidas y quinquis. Tiempos en que las niñas le pedían la Nancy a los reyes magos y los niños necesitaban una pared blanca y apagar las luces para reproducir con el Cine Exin aquellas películas mudas de ocho milímetros con su ruidosa manivela de proyección manual, con el que conseguían el no va más de la tecnología: avanzar, retroceder y hasta congelar la imagen. Los críos de entonces fabricaban artefactos increíbles con las piezas del Tente, guerreaban con el Exin Castillos y eran intrépidos con sus Geyper Man.
Todos los adolescentes bailaban gracias a Travolta y su ceñido Tony Manero triunfando en la discoteca Odisea 2001 de Fiebre del Sábado Noche, cuya estética inspiró a las discotecas de todo el mundo, que rápidamente se llenaron de saltimbanquis que bailaban bajo la indiscutible decoración de disco balls, estrobbers y pistas de luces copiadas de la película, mientras Stevie Wonder nos recomendaba no beber si conducíamos.
Las candorosas chicas de mi generación empapelaban sus dormitorios con los posters del Super Pop, y humedecían las braguitas Princesa en los conciertos de Los Pecos y Leif Garret.
Mientras los hombres de Harrelson se descolgaban por los edificios más altos para hacer cumplir la ley, Curro Jimenez seguía infringiéndola, eso sí, para impartir justicia. Nuestras madres se embelesaban con Vacaciones en el mar y los cameos de sus casposos ídolos de juventud ligando en alta mar sobre el transatlántico, mientras nosotros flipábamos viendo como Mc Giver, con un preservativo, los cordones de los zapatos, y un clip, fabricaba un globo con el que poder escapar volando de los malos, hasta aterrizar en la cubierta del Pacific Princess. Algunos de aquellos nuestros héroes de juventud consiguieron cosas increíbles, como Starsky, que convirtió su famosa chaqueta de lana en un auténtico objeto de culto.
Algunos recuerdos son tan solo un borrón en mi memoria, en cambio otros es imposible olvidarlos.
Como los vividos en El Túnel.
El Túnel era un antro rectangular; un semi sótano de techo abovedado, iluminación tan viva como la raspa de un pescado, un ambiente tan viciado que hasta el oxígeno se asfixiaba y un retrete que alguna vez fue blanco, tan pegajosamente hediondo, que hasta las ratas huían despavoridas. Era un bar musical donde sonaban los grandes del rock y el blues, pero perfectamente podría haber sido confundido con una cloaca.
Un poco de neón quebrado tras la barra y unas exiguas luces rojas y amarillentas que dejaban entrever los posters de Dylan, Joplin, Clapton, The Doors, Queen, Hendrix o los Stones, entre otros. Músicos auténticos, separados por un abismo de los actuales, cuyo éxito dura lo que dura un orgasmo.
Micky era el propietario y único empleado de aquella madriguera de condena y perdición. Nos permitía fumar nuestros porros de la mejor calidad, si bebíamos del peor alcohol a granel que él nos servía. Música, hierba colombiana y alcohol era todo lo que necesitábamos para caminar sobre aquel pegajoso suelo del que nunca conocí su color. Mirar hacia abajo era como mirar directamente a las tinieblas. Decían que en una ocasión el mismísimo diablo se asomó al interior del local con intención de entrar y decidió marcharse en busca de un infierno más tranquilo.
El bueno de Micky, llamado así por su devoción y cierto parecido físico con Mick Jagger, era el alma de aquella degenerada guarida donde el despotismo no tenía cabida. Inconfundible con sus camisetas de la lengua de los Stones, su canosa melena y su aspecto de edad incierta. Decían las leyendas que contaban de él, que era tan viejo que cuando ya peinaba canas había asistido al bautizo de Elvis. Otros decían que era tan viejo que hasta la muerte se había olvidado de él. Lo cierto es que su rostro era una tragedia. Nunca sonreía. Como si su vida hubiese quedado marcada por un remoto, duro e insuperable suceso. Las escasas veces que le vi intentarlo, su sonrisa era como una grieta en su cara, con tanto atractivo como la de un enfermo terminal. Servía cubatas y cerveza con la templanza y seguridad de la experiencia de toda una vida de dedicación, y seleccionaba los discos solicitados con maestría y rapidez de entre los cientos que atiborraban los enormes cajones junto a la barra. Sus manos sabían el lugar exacto donde encontrar una petición. La verdad es que Micky era uno de esos tipos que no imaginabas desempeñando otro trabajo. Por su aspecto nadie en su sano juicio le hubiese contratado ni para limpiar las letrinas de un manicomio.
En tiempos de progres de chaqueta de pana, pantalones de campana, jerseys de cuello cisne y patillas, nosotros vestíamos vaqueros, negras camisetas estampadas de rock, cazadoras de cuero claveteadas y melenas. Todo tan viejo y raído que si hubiésemos tenido que hacer una maleta con nuestra ropa, no sería más que una bolsa con andrajos.
A la mayoría de los que frecuentábamos El Túnel ya se nos intuía nuestro insignificante futuro. Nuestra falta de pretensión por formarnos estudiando algo provechoso acabaría poniendo punto final a nuestra subversión, anarquía, e insolencia, el día en que después de encontrar un trabajo como mecánicos, transportistas, o en la cadena de la Nissan, una chica decente nos llevase al altar. A partir de ahí, lo de siempre: medio sueldo para el Estado, y el resto repartido entre la hipoteca, las letras del coche, los diversos seguros de obligado cumplimiento y alguna que otra estupidez llamada capricho, pequeños placeres que desaparecerían con la llegada del primer hijo.  
Pero lo mejor de El Túnel eran sus chicas. Toda aquella carne fresca tan bien proporcionada, tan bien repartida, pidiendo a gritos ser saboreada. Jóvenes liberadas y rebeldes, indultadas de todo pecado, por su obstinación a vivir permanentemente en pecado. Sinuosas y sensuales divas que se desenvolvían a la perfección entre las sombras de aquella caverna que habían convertido en su particular refugio. Eran las indiscutibles reinas. Todas y cada una de ellas en su especialidad: la reina del “ya te monto yo a ti”, le reina del polvo rápido, la de la mamada de ensueño… Definitivamente reinas, con las que por mucho que anhelases estar a su altura, jamás pasabas de príncipe. Con ellas todos perdimos la inocencia y la virginidad. No recuerdo en qué orden, o si pasó al mismo tiempo. Con ellas practicábamos sexo de aficionados en los asientos traseros de nuestros Simca 1000, Seat 127, o Ford Fiesta con calaveras en la empuñadura del cambio de marchas, fundas peludas en los asientos, una cola de zorro colgando del retrovisor, y los infalibles loros Blaupunkt. Ver aquella primera vagina tan fea que hasta repelía con su aspecto de llaga, nos hacía pensar que parecía imposible que pudiese llegar a hacernos tan felices. Pero lo conseguían gracias a sus propietarias: las reinas. A mí me hizo tocar el cielo una pelirroja de la que no recuerdo su nombre, pero sí que tenía pecas hasta en los pezones.
A veces regresaba a mi casa procedente de El Túnel en muy mal estado. Una vez me pasé de largo mi rellano y subí al piso de arriba. Mientras intentaba abrir la puerta con unas llaves que no encajaban, mi vecina la abrió desde adentro. Era una de esas mujeres de cuarenta años que hoy son consideradas inteligentes y entonces se las llamaba solteronas.
La miré medio encorvado, tambaleándome y con una sonrisa idiota dibujada en mi cara de borracho.
-Estás en muy mal estado –me dijo-. Pasa. Tu madre se llevaría un disgusto si te viese llegar así.
Pasé. En realidad lo que la muy bribona pretendía era llevarme a la cama. A la mañana siguiente no recordaba nada de lo que pasó poco después de entrar en el dormitorio. Me levanté, me vestí, dejé a la vecina durmiendo desnuda y bajé a mi casa. Cuando entré mi madre estaba desayunando. Me preparó algo a mí.
-¿Todo bien? –me preguntó resignada por tantas veces que me veía llegar después del amanecer.
-Psé.
-Suerte que hoy no has llegado más pronto –me dijo.
-¿Y eso?
-No hubieses pegado ojo. No veas la nochecita de acción que ha pasado la solterona viciosa de arriba. Toda la noche dale que te pego sin parar. Al maromo que se ha llevado a la cama no le debía ni dejar coger aliento, porque a ella sí que se la escuchaba gritar y jadear, pero a él, ni una sola palabra.
<<Menos mal que no se me escuchaba>> pensé. Y si hubiese llegado a mi casa, sí que hubiese dormido a pesar de las delatoras paredes de papel. La verdad es que mi vecina tenía un cuerpo de escándalo y por lo que contaba mi madre, tuvo que ser una noche increíble. Lástima que no recordaba absolutamente nada.
Hoy he decidido hacer algo que nunca antes había hecho desde que salí de allí por última vez. Regresar al lugar donde estaba El Túnel y comprobar que ha sido de él.
Temo verlo convertido en un kebab o un todo a cien. Respiro satisfecho cuando compruebo que se ha reconvertido en una escuela de danza de una tal María Zamora. Clases para niños y adultos. Ballet, danza contemporánea, batuka, sevillanas…
Entro llamado por la curiosidad. Me intriga ver el cambio estético sufrido y si todavía soy capaz de reconocer algo. Me da un vuelco el corazón cuando identifico los viejos cajones donde Micky almacenaba los discos. Han pasado treinta años y allí siguen, aunque con otro tipo de música. Me embeleso, totalmente abstraído en enmohecidos recuerdos, hasta que una voz a mi espalda me rescata del ensueño.
-¿Puedo ayudarle? ¿Necesita información?
Me giro y vuelvo a sufrir una nueva alucinación que me deja sin respiración. Ella no me ha reconocido. Es normal. Estoy más viejo, gordo y feo. Pero ella está igual, salvo algunas patas de gallo. Es ella, sigue esbelta gracias a la danza y mantiene su aspecto indomable, con su cabellera roja y sus pecas que le bajan desde la cara, por los hombros, el escote y seguramente hasta los pezones. Es una reina de El Túnel. Mi reina.



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