EL TÚNEL.
Hasta mi memoria discrepa consigo misma sobre cómo sucedieron ciertos
hechos de mi juventud. El paso del tiempo difumina los recuerdos y distorsiona
las realidades vividas.
Los años que han pasado desde
entonces ya se cuentan por décadas. He olvidado los excesos y he sentado cabeza
como modélico padre de familia que soy. He cambiado las borracheras por
partidos de paddel, y los colocones por clases de guitarra. Hasta me han
operado de algunas menudencias relacionadas con la edad: menisco, varices,
vasectomía…
Me he convertido en un tipo vulgar.
Disfruto de uno de esos matrimonios
que la reiteración hace funcionar; de esos en los que las conversaciones más
interesantes giran en torno al tiempo que hace, o si las lechugas están más
baratas en el Condis que en el Caprabo.
Ahora tengo una edad en que en lugar
de mi cuerpo, lo único que las mujeres admiran en mí, es mi forma de vestir… y
no visto demasiado bien. Eran los de mi juventud, años en los que el Paralelo
era teatro, y Serrat hacía veinte años que tenía veinte años. Tiempos de
rebeldes y comemundos; de perdonavidas y quinquis. Tiempos en que las niñas le
pedían la Nancy a los reyes magos y los niños necesitaban una pared blanca y
apagar las luces para reproducir con el Cine Exin aquellas películas mudas de
ocho milímetros con su ruidosa manivela de proyección manual, con el que
conseguían el no va más de la tecnología: avanzar, retroceder y hasta congelar
la imagen. Los críos de entonces fabricaban artefactos increíbles con las
piezas del Tente, guerreaban con el Exin Castillos y eran intrépidos con sus
Geyper Man.
Todos los adolescentes bailaban
gracias a Travolta y su ceñido Tony Manero triunfando en la discoteca Odisea 2001
de Fiebre del Sábado Noche, cuya estética inspiró a las discotecas de todo el
mundo, que rápidamente se llenaron de saltimbanquis que bailaban bajo la
indiscutible decoración de disco balls, estrobbers y pistas de luces copiadas
de la película, mientras Stevie Wonder nos recomendaba no beber si conducíamos.
Las candorosas chicas de mi
generación empapelaban sus dormitorios con los posters del Super Pop, y humedecían
las braguitas Princesa en los conciertos de Los Pecos y Leif Garret.
Mientras los hombres de Harrelson se
descolgaban por los edificios más altos para hacer cumplir la ley, Curro
Jimenez seguía infringiéndola, eso sí, para impartir justicia. Nuestras madres
se embelesaban con Vacaciones en el mar y los cameos de sus casposos ídolos de
juventud ligando en alta mar sobre el transatlántico, mientras nosotros
flipábamos viendo como Mc Giver, con un preservativo, los cordones de los zapatos,
y un clip, fabricaba un globo con el que poder escapar volando de los malos, hasta
aterrizar en la cubierta del Pacific Princess. Algunos de aquellos nuestros
héroes de juventud consiguieron cosas increíbles, como Starsky, que convirtió
su famosa chaqueta de lana en un auténtico objeto de culto.
Algunos recuerdos son tan solo un
borrón en mi memoria, en cambio otros es imposible olvidarlos.
Como los vividos en El Túnel.
El Túnel era un antro rectangular; un
semi sótano de techo abovedado, iluminación tan viva como la raspa de un
pescado, un ambiente tan viciado que hasta el oxígeno se asfixiaba y un retrete
que alguna vez fue blanco, tan pegajosamente hediondo, que hasta las ratas
huían despavoridas. Era un bar musical donde sonaban los grandes del rock y el
blues, pero perfectamente podría haber sido confundido con una cloaca.
Un poco de neón quebrado tras la
barra y unas exiguas luces rojas y amarillentas que dejaban entrever los
posters de Dylan, Joplin, Clapton, The Doors, Queen, Hendrix o los Stones,
entre otros. Músicos auténticos, separados por un abismo de los actuales, cuyo
éxito dura lo que dura un orgasmo.
Micky era el propietario y único
empleado de aquella madriguera de condena y perdición. Nos permitía fumar
nuestros porros de la mejor calidad, si bebíamos del peor alcohol a granel que
él nos servía. Música, hierba colombiana y alcohol era todo lo que
necesitábamos para caminar sobre aquel pegajoso suelo del que nunca conocí su
color. Mirar hacia abajo era como mirar directamente a las tinieblas. Decían
que en una ocasión el mismísimo diablo se asomó al interior del local con
intención de entrar y decidió marcharse en busca de un infierno más tranquilo.
El bueno de Micky, llamado así por su
devoción y cierto parecido físico con Mick Jagger, era el alma de aquella degenerada
guarida donde el despotismo no tenía cabida. Inconfundible con sus camisetas de
la lengua de los Stones, su canosa melena y su aspecto de edad incierta. Decían
las leyendas que contaban de él, que era tan viejo que cuando ya peinaba canas
había asistido al bautizo de Elvis. Otros decían que era tan viejo que hasta la
muerte se había olvidado de él. Lo cierto es que su rostro era una tragedia.
Nunca sonreía. Como si su vida hubiese quedado marcada por un remoto, duro e insuperable
suceso. Las escasas veces que le vi intentarlo, su sonrisa era como una grieta
en su cara, con tanto atractivo como la de un enfermo terminal. Servía cubatas y
cerveza con la templanza y seguridad de la experiencia de toda una vida de
dedicación, y seleccionaba los discos solicitados con maestría y rapidez de
entre los cientos que atiborraban los enormes cajones junto a la barra. Sus
manos sabían el lugar exacto donde encontrar una petición. La verdad es que
Micky era uno de esos tipos que no imaginabas desempeñando otro trabajo. Por su
aspecto nadie en su sano juicio le hubiese contratado ni para limpiar las
letrinas de un manicomio.
En tiempos de progres de chaqueta de
pana, pantalones de campana, jerseys de cuello cisne y patillas, nosotros
vestíamos vaqueros, negras camisetas estampadas de rock, cazadoras de cuero
claveteadas y melenas. Todo tan viejo y raído que si hubiésemos tenido que
hacer una maleta con nuestra ropa, no sería más que una bolsa con andrajos.
A la mayoría de los que
frecuentábamos El Túnel ya se nos intuía nuestro insignificante futuro. Nuestra
falta de pretensión por formarnos estudiando algo provechoso acabaría poniendo
punto final a nuestra subversión, anarquía, e insolencia, el día en que después
de encontrar un trabajo como mecánicos, transportistas, o en la cadena de la Nissan,
una chica decente nos llevase al altar. A partir de ahí, lo de siempre: medio
sueldo para el Estado, y el resto repartido entre la hipoteca, las letras del
coche, los diversos seguros de obligado cumplimiento y alguna que otra
estupidez llamada capricho, pequeños placeres que desaparecerían con la llegada del primer hijo.
Pero lo mejor de El Túnel eran sus
chicas. Toda aquella carne fresca tan bien proporcionada, tan bien repartida,
pidiendo a gritos ser saboreada. Jóvenes liberadas y rebeldes, indultadas de
todo pecado, por su obstinación a vivir permanentemente en pecado. Sinuosas y
sensuales divas que se desenvolvían a la perfección entre las sombras de
aquella caverna que habían convertido en su particular refugio. Eran las
indiscutibles reinas. Todas y cada una de ellas en su especialidad: la reina
del “ya te monto yo a ti”, le reina del polvo rápido, la de la mamada de
ensueño… Definitivamente reinas, con las que por mucho que anhelases estar a su
altura, jamás pasabas de príncipe. Con ellas todos perdimos la inocencia y la
virginidad. No recuerdo en qué orden, o si pasó al mismo tiempo. Con ellas
practicábamos sexo de aficionados en los asientos traseros de nuestros Simca
1000, Seat 127, o Ford Fiesta con calaveras en la empuñadura del cambio de
marchas, fundas peludas en los asientos, una cola de zorro colgando del
retrovisor, y los infalibles loros Blaupunkt. Ver aquella primera vagina tan
fea que hasta repelía con su aspecto de llaga, nos hacía pensar que parecía imposible
que pudiese llegar a hacernos tan felices. Pero lo conseguían gracias a sus
propietarias: las reinas. A mí me hizo tocar el cielo una pelirroja de la que
no recuerdo su nombre, pero sí que tenía pecas hasta en los pezones.
A veces regresaba a mi casa procedente
de El Túnel en muy mal estado. Una vez me pasé de largo mi rellano y subí al
piso de arriba. Mientras intentaba abrir la puerta con unas llaves que no
encajaban, mi vecina la abrió desde adentro. Era una de esas mujeres de
cuarenta años que hoy son consideradas inteligentes y entonces se las llamaba
solteronas.
La miré medio encorvado,
tambaleándome y con una sonrisa idiota dibujada en mi cara de borracho.
-Estás en muy mal estado –me dijo-.
Pasa. Tu madre se llevaría un disgusto si te viese llegar así.
Pasé. En realidad lo que la muy
bribona pretendía era llevarme a la cama. A la mañana siguiente no recordaba
nada de lo que pasó poco después de entrar en el dormitorio. Me levanté, me
vestí, dejé a la vecina durmiendo desnuda y bajé a mi casa. Cuando entré mi
madre estaba desayunando. Me preparó algo a mí.
-¿Todo bien? –me preguntó resignada por
tantas veces que me veía llegar después del amanecer.
-Psé.
-Suerte que hoy no has llegado más pronto
–me dijo.
-¿Y eso?
-No hubieses pegado ojo. No veas la
nochecita de acción que ha pasado la solterona viciosa de arriba. Toda la noche
dale que te pego sin parar. Al maromo que se ha llevado a la cama no le debía
ni dejar coger aliento, porque a ella sí que se la escuchaba gritar y jadear,
pero a él, ni una sola palabra.
<<Menos mal que no se me
escuchaba>> pensé. Y si hubiese llegado a mi casa, sí que hubiese
dormido a pesar de las delatoras paredes de papel. La verdad es que mi vecina tenía un cuerpo de escándalo y por lo que
contaba mi madre, tuvo que ser una noche increíble. Lástima que no recordaba
absolutamente nada.
Hoy he decidido hacer algo que nunca
antes había hecho desde que salí de allí por última vez. Regresar al lugar
donde estaba El Túnel y comprobar que ha sido de él.
Temo verlo convertido en un kebab o
un todo a cien. Respiro satisfecho cuando compruebo que se ha reconvertido en una
escuela de danza de una tal María Zamora. Clases para niños y adultos. Ballet,
danza contemporánea, batuka, sevillanas…
Entro llamado por la curiosidad. Me
intriga ver el cambio estético sufrido y si todavía soy capaz de reconocer
algo. Me da un vuelco el corazón cuando identifico los viejos cajones donde
Micky almacenaba los discos. Han pasado treinta años y allí siguen, aunque con
otro tipo de música. Me embeleso, totalmente abstraído en enmohecidos recuerdos,
hasta que una voz a mi espalda me rescata del ensueño.
-¿Puedo ayudarle? ¿Necesita
información?
Me giro y vuelvo a sufrir una nueva
alucinación que me deja sin respiración. Ella no me ha reconocido. Es normal.
Estoy más viejo, gordo y feo. Pero ella está igual, salvo algunas patas de
gallo. Es ella, sigue esbelta gracias a la danza y mantiene su aspecto indomable, con su cabellera roja y sus pecas
que le bajan desde la cara, por los hombros, el escote y seguramente hasta los pezones. Es una reina de El Túnel. Mi reina.
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