EL POR QUÉ DE EL BLOGÍGRAFO



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jueves, 17 de julio de 2014

Relato de un fin de semana

No fue un terremoto.

Necesitábamos desconectar. Mi mujer más que yo. Mi trabajo es estresante pero lo efectúo a jornada completa, por lo que me queda la tarde libre para dedicarme a mis aficiones y a relajarme. Ella en cambio es autónoma, y eso significa dedicación total, y días que a veces deberían ser de cuarenta y ocho horas. Los autónomos saben a qué me refiero. Necesitaba apartarla un par de días de su trabajo. Las mujeres de ahora no son como nuestras madres o abuelas. Sucede desde el momento en que decidieron reivindicarse para dejar de ser meras amas de casa cotillas, que a mediodía se metían en la cocina a preparar la comida entre ollas y cacerolas, desperdiciando sus vidas, enloqueciendo, envejeciendo sin ningún tipo de estímulo vital, más que el de servir a la familia.
Solemos frecuentar un Frankfurt cerca de casa. Una vez vimos información acerca de un hotel rural propiedad del dueño del Frankfurt. Nos pareció interesante una oferta sobre fines de semana románticos por 96 euros con cena del sábado, alojamiento, desayuno del domingo y obsequio de cava. Decidimos que para nuestro aniversario de bodas podríamos regalárnoslo. No pudo ser entonces, pero si ha podido ser tres meses después.
Aprovechando que nuestra hija está de colonias de verano y que yo disponía de un fin de semana de fiesta, hicimos la reserva. Resultaba atractiva la publicidad: <<En los contrafuertes de la montaña de Montserrat, a cuatro kilómetros del monasterio, a 40 de Barcelona y en medio de un entorno natural con preciosas vistas al macizo, alojados en una masía del siglo XVII.>>
Cargamos la ubicación en el navegador. Después de dejar la autovía atravesamos una urbanización mal asfaltada que dejamos para tomar un camino de tierra, piedras y surcos, hasta llegar a un conjunto de viejas casas apiñadas en algo similar a un diminuto núcleo urbano. En cuarenta y cinco minutos habíamos llegado. Por una vez sin las habituales discusiones de <<es que te has pasado la salida>> << ¿por qué no haces caso al puñetero navegador?>> <<si tú has visto la salida por qué no me has avisado>> En fin, un viaje en paz, preludio de lo que debía ser un placentero fin de semana en pareja.
Aparqué en la explanada frente a la masía. Nada más salir del coche y poner el pie en aquella tierra, una invisible voz parecía instalarse en tu cerebro diciéndote: <<relájate, olvida las prisas, respira este aire incorrupto, disfruta y regenérate. >>
Cruzamos bajo el arbotante de entrada a la masía. Una construcción del siglo XVII. Soy de esos que imaginan lo que puede haber sucedido allí en cuatrocientos años. Solo el hecho de pensarlo me impregna de su embrujo. Nos dirigimos con nuestra maleta a la recepción. Antes debíamos atravesar un patio acondicionado como terraza, con mesas y sillas metálicas y sombrillas de la Frigo. En una de las mesas jugaban a las cartas cuatro tipos. Por su aspecto y buen color sin duda eran de por allí. Cuando llegas a un lugar hay algo extraño en el ambiente que hace que seas capaz de diferenciar a un forastero de un lugareño, tan bien como diferenciarías a un negro de un chino. El que tiró con brío el as de bastos nos miró con indiferencia, como si mirase una sombrilla o uno de los muchos arbustos de los alrededores. Jugaban como profesionales y parecían llevar allí sentados horas, días, toda la vida… desde el siglo XVII.
Entramos. Lo primero que encontramos fue la barra de bar. Tras ella cuatro empleados. Todos ellos nos miraban sonrientes.
-Buenos días –dije a bulto, sin saber a quién mirar.
-Hola –respondió con su sosegado semblante de catalán de pura cepa el que tomó el mando como jefe.
-Tenemos una reserva para hoy.
El catalán de pura cepa miró su reloj.
-Cony, sí que habéis llegado pronto –dijo con una mezcla de sorna y pachorra.
-Miré mi reloj. Era la una y media pasada. Me preguntaba a qué hora se despertaban aquí.
El tipo cogió una llave de un panel y nos pidió que le siguiésemos. Volvimos a salir a la terraza donde los cuatro se repartían las cartas. Debimos frenarnos si no queríamos arrollarle. Aquí se camina a una velocidad inferior que en la jungla de asfalto. Parece que desconozcan la palabra estrés.
Mientras le seguíamos le dije:
-En internet os valoran muy bien los usuarios.
-¿Ah sí? No lo miro nunca –respondió sin darle importancia.
Me entraron ganas de preguntarle si sabía que era eso de internet. Igual allí, tan alejados de todo, lo más moderno que conocían era el telégrafo.
 Entramos por otra puerta. Me di cuenta de lo enorme que era la masía. El patio la dividía en dos mitades. En una se encontraba el hotel y en la otra el restaurante y la vivienda de los dueños. Subimos por una estrecha escalera. El ambiente era fresco. Abrió la puerta de la habitación número cinco, nos entregó la llave, nos sonrió y se marchó. No era muy hablador el jefe. Para entrar debíamos bajar tres peldaños. El suelo de madera crujía bajo nuestros pies. El techo de vigas de madera descendía conforme avanzaba la estancia. Un armario de madera sin puertas, un sofá, un sillón, las mesillas de noche y una tele de dieciocho pulgadas sobre una banqueta, componían el mobiliario. Ah bueno, y algunas telarañas entre las vigas de madera. Qué sería de un alojamiento rural sin telarañas en las esquinas. Toda la luz la proporcionaban las dos lámparas sobre las mesillas, con bombillas de baja potencia. No necesitábamos más. Pero lo mejor de todo era el catre. Una inmensa cama de dos metros de ancho que miramos con lascivia. Esa noche sería nuestro campo de batalla. La de casa es medio metro más estrecha que aquella maravilla con cabezal de forja por lo que nos iba a parecer estar revolcándonos sobre un campo de futbol. En fin todo ello muy rústico. Mobiliario y lámparas que parecían rescatados del recuerdo de las casas de nuestros abuelos. A pesar de estar a mediados de julio, hacía fresco en la habitación. Miré por la ventana. Seguro que en la temperatura tenía que ver algo el grosor de más de cincuenta centímetros de las paredes.
Habíamos decidido comer en algún lugar cercano
-Aquí no hay mucho donde escoger –me dijo Julia, mi mujer.
-Aquí no hay más que pinos en kilómetros a la redonda –respondí.
-No nos queda más opción que comer aquí.
-Pues vamos a ver qué tal lo hacen.
Teníamos hambre. Dejamos la maleta, bajamos, y volvimos a atravesar el patio. Había más gente sentada en las mesas con sus patatas bravas y sus cervezas, acompañando a los de la baraja.
Preguntamos al jefe si servían comida. Nos llevó al comedor.
El comedor era una acogedora estancia rectangular flanqueada por gruesos arcos de piedra en toda su longitud. Mesas y sillas de madera y enseres de labranza y ollas y cacerolas de cobre decorando las paredes. Sobre unas repisas de madera reposaban una legión de viejas planchas oxidadas. Lo compartimos con dos parejas americanas que habían venido a la concentración de Harleys y se habían quedado unos días más, un matrimonio joven que había dejado al niño con una canguro y una pareja gay. Yo no critico a gays y lesbianas ¿Qué pretenden los que lo hacen? ¿Enseñarles algo? ¿Enseñarles moral? ¿Decoro?, ¿Rectitud? Que se miren primero a sí mismos. Yo no soy de los que dan lecciones, soy de los que les gusta aprender y de gays y lesbianas hay mucho de lo que aprender.
 Nos mostró el menú <<fin de semana>> por 21 euros: Tabla de embutidos, torrada con escalibada, tortilla de patatas y ensalada como entrantes y carne a la brasa de segundo con buen vino y pan torrado con ajo y tomate. De segundo me pedí butifarra. Me trajeron dos, con mongetes y patatas fritas; toda una ofrenda para el colesterol, pero todo muy delicioso. Nos sirvió la comida mi tocayo Alfredo a quien ya conocíamos de una temporada que estuvo trabajando en el Frankfurt. Nos saludamos efusivamente. Llevábamos tiempo sin vernos. A media comida el jefe vino a hablar con nosotros. Nos dijo que ya que comíamos allí y por ser amigos de Alfredo, en lugar de cobrarnos 96 euros por un lado, y 42 de la comida por otro, nos iba a aplicar la pensión completa que incluía la comida y la cena del sábado, la estancia, y el desayuno del domingo por 55 euros cada uno. Un detallazo. Disfrutamos de la comida en aquel lugar en el que el tiempo parecía detenerse, en el que tanto camareros como cocineros como el mismo dueño trabajaban pausadamente, como si estuviesen realizando las tareas domésticas de su propia casa. A pesar de ello destacaba la rapidez del servicio. Después de la opípara comida dos chupitos de hierbas y un café.
Después de comer fuimos a echar la siesta. El sexo lo dejaríamos para la noche. Volvimos a cruzar por la terraza. Los de las bravas y las cervezas ya no estaban, pero los de las cartas seguían allí. Me preguntaba si no tendrían vida familiar, obligaciones de algún tipo, o una mula a la que cepillar el pelo.
Después de la siesta nos enfundamos ropas deportivas en nuestros morcillones cuerpos, calzado deportivo, gorras y gafas de sol y nos fuimos a disfrutar de la campiña. Alfredo nos informó que a tres kilómetros caminando por un sendero que él mismo nos mostró llegaríamos a lo que ellos llaman <<el castillo>>; una antigua torre vigía semi derruida desde la que las panorámicas tanto del macizo de Montserrat como del resto del entorno eran realmente espectaculares. Conseguimos llegar. Desde allí nos sentíamos los dueños del mundo con toda esa belleza a nuestros pies. Disfrutamos del paisaje, incrédulos de poder saborear de tanta paz y tranquilidad a tan pocos kilómetros de casa. Tan cerca de la gran ciudad donde en esos momentos la gente seguiría corriendo por los pasillos del metro, los conductores impacientes machacarían el claxon de sus vehículos, algún imbécil maltrataría a su esposa, las prostitutas buscarían clientes y algún desalmado abandonaría a su perro. Y nosotros aquí, disfrutando de una especie de mundo paralelo en el que parecía que nunca debíamos regresar a nuestros empleos, ni preocuparnos por comprar comida en el mercado, ni de los recibos por pagar, ni de pasar la ITV del coche, o de ir al dentista. Una felicidad que parecía iba a ser eterna. De regreso nos confundimos de camino en una bifurcación y debimos retroceder parte del recorrido. Nada importante. Regresamos para la cena contagiados ya de la parsimonia con la que todo fluctuaba a su debido tiempo, con una visión bien diferente de la vida. ¿Qué es la vida para la mayoría de los mortales? Una mera lucha por la supervivencia fustigada por la angustia, los problemas, las enfermedades y la estupidez misma de vivir. Disfrutar de momentos como este hace que valga la pena vivirla.
Nos duchamos y bajamos a cenar. Fue necesario vestirnos con prendas de manga larga. Atravesamos el patio. Sorpresa; no estaban los de las cartas.
La cena fue otra exageración culinaria. Tortilla de patatas. Tabla de patés, tabla de quesos, escalibada, ensalada. Y más carne a la brasa y pan tostado y tomates, ajo y all i oli. Mi mujer pidió conejo y le trajeron medio con una guarnición de espanto. Yo pedí butifarra negra pero maticé que solo una, no dos como al mediodía. Y me trajeron una. Pero vaya una. No había visto nada tan grande y negro desde hacía años, cuando iba al gimnasio y coincidía en el vestuario con aquel inmenso senegalés.
Miré a mi mujer.
-Cariño no sé si vamos a poder movernos mucho esta noche después de meternos todo esto entre pecho y espalda.
Reímos.
De camino a la habitación pregunté a Alfredo por el desayuno. Otra pasada. Zumo de naranja, pastas, embutido, queso, la infalible tortilla de patatas, tostadas con mantequilla y mermelada, pan de payés con ajo y tomate y café con leche.
-Tenéis que recuperar fuerzas –me dijo con sonriente complicidad ante mi asombro.
Subimos a nuestra habitación con la noche bien cerrada y el silencio presidiéndolo todo. Hasta el sexo parecía querer contagiarse de aquella serenidad. Nos dejamos llevar por el morbo de disfrutar en una cama diferente, una habitación diferente, de un todo diferente, menos nosotros. A nuestra edad ya no se hace el amor como cuando se tiene veinte años, en que las posturas desafiaban la lógica y las leyes del equilibrio, pero no estuvo nada mal. La cama resistió, el suelo crujiente resistió, y las vigas de madera y las paredes de cincuenta centímetros, y el bosque y la montaña de Montserrat. Fue genial, apoteósico y sí, si percibisteis algo desde vuestras casas podéis estar tranquilos. Lo de la noche del sábado no fue un terremoto.
  








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