EL POR QUÉ DE EL BLOGÍGRAFO



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miércoles, 5 de octubre de 2016

Primeros borradores.









Mi biografía es tan interesante como una esquela. Debería haber asesinado a mi familia para poder escribir algo llamativo sobre una tarjeta de visita.


Nací hace cuarenta y cinco años en un humilde barrio donde crecí y me crie con las calles como universidad. Siendo todavía un crío rebelde, ingobernable, y sin pelo en el pubis ya conseguí la licenciatura: fumaba hierba, bebía y había cometido mis primeras fechorías.


Por algún motivo que desconozco y para frustración propia, ya que no es mi tendencia, siempre he tenido éxito con los gais. No entiendo la razón, ya que siempre he pensado que mi físico es en realidad un boceto de Picasso. No sé, tal vez despierte en ellos la inclinación artística que todos aseguran que los homosexuales poseen.


Mi infancia fue dura como un disco de Metallica. Cuando mi padre bebía por las noches, por la mañana mi madre estrenaba rostro. Cuando estaba en prisión, mi madre pasaba por su cama a tipos violentos que a veces también le modificaban la fisonomía. De un matrimonio así no podía nacer un encantador angelito. Dicen que cuando nací, el equipo médico, capitaneado por la comadrona, salió cabreadísimo en dirección a la sala de espera de los padres primerizos en busca del responsable de semejante maldición. Afirman que hasta el cura que me bautizó sustituyó el agua bendita por lejía.


De adolescente tuve algo parecido a una novia. Era una de esas bellezas sin errores aparentes. Nunca me atreví a pedirle sexo. Lo más morboso que hice con ella fue compartir unas birras y unas patatas onduladas. La pobre se aburrió tanto conmigo, que pensando que si todo aquello era lo máximo que un representante del sexo opuesto podía ofrecerle, se hizo monja. Al dejarme me dijo: “Me será fácil olvidarte. Tan solo se trata de reconocer el error de haberte conocido.” Sé que años después entre rezos y tortitas de Santa Clara encontró finalmente el amor en otra monja, y ambas colgaron unos hábitos que parecían pesarles mucho.


Me convertí en un tipo tan solitario que me sentía solo hasta en un campo de fútbol abarrotado de público. Nada en esta vida me parecía interesante. Veía a miss Universo en televisión y perdía todo su encanto cuando me la imaginaba sentada en el retrete luchando contra su estreñimiento.


Pero aunque algunos seamos escoria, todos poseemos alguna cualidad oculta que tarde o temprano acaba aflorando. Primero lo intenté con la escritura. Por algún motivo desconocido, escribir me servía para evadirme de la realidad sin necesidad de recurrir a las drogas. Una asistenta social que aliviaba tanto mi desolada existencia como mi entrepierna, se encargaba de enviar mis textos escritos a una sola cara a las editoriales. Creo que solamente leían la cara en blanco ya que nunca tuve noticias de ellos. Finalmente un buen día cayeron en mis manos unos botes de pintura en spray. Comenzaron a detenerme por pintar grafitis hasta en los coches patrulla, aunque algunos agentes los consideraban auténticas obras de arte.


Nunca he recibido clases de pintura, ni de otra cosa, aunque estuve matriculado en una escuela pública como todos los niños de mi barrio. Iba tan poco, que jamás fui capaz de aprenderme ni el camino, ni el nombre del colegio.


Esa innata habilidad para la pintura fue la que con los años, cuando ya me había convertido en un borracho que estornudaba whisky, cambió radicalmente mi vida. Una vida que ahora mismo sigo sin ser capaz de explicarme. Me he convertido en un artista cotizado en todo el mundo, y cualquier escupitajo que lanzo sobre un lienzo que luego firmo es vendido a millonarios imbéciles que se rodean de lujos, pero que por dentro están tan vacíos como un agujero negro.

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